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Hace años hizo fortuna la afirmación, atribuida a una alta autoridad política, de que “el dinero público no es de nadie”. No se sabe con certeza si la cita es real y se produjo en esos términos, o si es apócrifa. El caso es que se vuelve con frecuencia sobre ella para criticar el planteamiento subyacente a una afirmación de ese tipo (la plena discrecionalidad de las autoridades que han de gestionarlo).
En contraste, se suele contraponer la idea de que el dinero público es de todos, y por tanto de su uso hay que rendir cuentas a todos, con las necesarias transparencia y diligencia. Recuerdo, de mi experiencia de gestión pública, que en ocasiones, cuando ponía reparos a un gasto cuya autorización se me proponía, mis interlocutores insistían en dos puntos: el primero, que el gasto de que se trataba era legal, esto es venía permitido por la ley, frente a lo cual les indicaba que no cuestionaba la legalidad (en caso contrario no habría ni que comentar el asunto) sino la oportunidad o la procedencia.
Esto es que el gasto aparte de resultar conforme a la ley tenía que tener una justificación, tenía que resultar procedente o adecuado. Entonces venía el segundo punto: ¿es que el dinero es tuyo? O lo que es lo mismo: que no se trata de tu dinero. La respuesta era fácil: claro que es mío, y de todos los ciudadanos, razón por la cual queda no solo excluida la arbitrariedad sino también muy severamente limitada la discrecionalidad en su uso.
Ahora quiero llevar la reflexión un poco más allá. La consideración del dinero público como res nullius no merece ya más que comentarios jocosos, y la idea de que los fondos públicos pertenecen a todos y han de ser objeto de un uso cuidadoso y de un severo control puede considerarse sólidamente asentada. Pero creo que hay que ir más allá y poner en cuestión el propio concepto de “dinero público”.
Un sindicalista francés consiguió cierta notoriedad hace algunos años defendiendo abiertamente que había que acabar con la crisis económica, y que si para ello hacía falta más dinero pues se imprimía más y asunto concluido. Pero la ortodoxia económica y fiscal, mal que bien, sigue funcionando y evitando derivas que conducen directamente a la ruina, como hemos visto en tantos casos.
Los responsables políticos no tienen una máquina para crear dinero; el dinero lo crea la sociedad, a través del desarrollo de las actividades económicas creadoras de riqueza. Una parte de la riqueza o del dinero creado por la sociedad se detrae de los ciudadanos y de las empresas (por medio de los mecanismos fiscales correspondientes) y se pone a disposición de los poderes públicos, a los que se les encomiendasu gestión para asegurar los servicios que resultan necesarios para la vida en sociedad (incluyendo, con mayor o menor intensidad, un propósito redistributivo de la riqueza).
Esas aportaciones, obligatorias, son detraídas por los mecanismos correspondientes y puestas a disposición de las entidades gestoras del sistema. Con mucha frecuencia se habla (incluso por los organismos interventores y por el Tribunal de Cuentas) de fondos públicos o de fondos de la Seguridad Social, olvidando que son fondos que provienen de empresas y trabajadores y cuya gestión se encomienda, para el cumplimiento de los fines públicos establecidos, a la Seguridad Social. El matiz puede ser decisivo, como vamos a ver.
Quienes piensan que el dinero manejado por las empresas autoaseguradoras es dinero de la Seguridad Social, que esta pone a su disposición para que colaboren en la gestión de los riesgos profesionales, sostendrán que los excedentes que puedan generarse son de la Seguridad Social. Si se sostiene que los fondos no son originariamente, por así decirlo, de la Seguridad Social sino que se le confía la gestión de los mismos, una vez aportados por las empresas, para el cumplimiento de los fines públicos establecidos, podrán aceptar que si parte de esos fondos aportados por las empresas no se aporta, asumiendo ellas la responsabilidad por las prestaciones (total, ya que han de quedar garantizadas sean o no suficientes los fondos retenidos), los posibles excedentes que se produzcan como consecuencia de la eficiencia en la gestión, deben ser atribuidos a esas mismas empresas (que ya han aportado un 31% de las cotizaciones correspondientes a las prestaciones cuya gestión se asume, a la Seguridad Social y que han de constituir una reserva de estabilización).
Este es un debate al que asistiremos más pronto o más tarde, y que depende, en última instancia, de si aceptamos que el dinero es público o defendemos que solo hay una gestión pública del dinero (siempre privado y no público).
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