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Una reflexión sobre el principio de legalidad

15 noviembre 2019

Tradicionalmente se ha dicho que el principio de legalidad sería la piedra angular del Derecho constitucional tributario. La afirmación “No taxation without representation” reflejaría esta perspectiva del fenómeno tributario conforme a la que los tributos serían la consecuencia de una decisión política que no podría obedecer únicamente a un designo soberano sino que exigiría el consentimiento de los ciudadanos a través de sus representantes.

Obviamente, hoy no existe un monarca que pretenda establecer ningún tributo para financiar los gastos del Estado o de la Corona arbitrariamente. En realidad, el sistema tributario obedece a la finalidad de financiar el gasto público que a su vez es la consecuencia de un Estado social que democráticamente hemos aceptado y organizado. Los tributos vienen exigidos por la necesidad de financiar unas prestaciones públicas cuyo disfrute se ha reconocido en muchos casos previamente como un derecho e, inclusive, como un derecho constitucional. Sin darnos cuenta, en muchas ocasiones el ejercicio de la  potestad tributaria comienza cuando el legislador aprueba leyes de gasto, de manera tal que el legislador tributario actúa condicionado por el legislador social. No obstante, aún así condicionado, el legislador tributario tiene el deber de buscar un sistema tributario justo para financiar ese gasto público de acuerdo con unos principios constitucionales de generalidad, igualdad y capacidad económica. Es el legislador tributario el responsable del diseño de un sistema fiscal que distribuya correctamente la carga tributaria. Pero esa función propia del legislador tributario ha halla en crisis por diversas razones, entre las que destacaremos tres en las siguientes líneas.

A) En primer lugar, esa crisis se debe a la propia debilidad del legislador a la hora de ejercer su función propia de creación del sistema legal, una debilidad que ni es exclusiva del legislador tributario ni de España, pero que se observa más acusadamente aquí y en ese ámbito fiscal. El Poder Legislativo, en la teoría constitucional clásica, debe ser el que apruebe las leyes en sentido formal es decir los instrumentos normativos de mayor rango. En particular, el principio de legalidad en materia tributaría supone que debe ser el Poder legislativo el que apruebe no sólo el establecimiento de tributos sino la regulación de los elementos esenciales de los mismos. Y sin embargo debemos hacernos la pregunta siguiente: ¿tiene nuestro Poder legislativo, es decir las Cortes Generales y los parlamentos de las Comunidades Autónomas, la capacidad técnica necesaria para ejercer ese poder y esa alta función? Si no es así, o aunque lo fuera, ¿en qué medida el legislativo se ha visto suplantado por la Administración en su función dada la mayor capacidad técnica de ésta?

En realidad, cuando hemos acuñado expresiones como la de “prelegislador” para referirnos a la Administración, hemos aceptado que ésta no sólo tiene la iniciativa legislativa, a veces al margen del propio gobierno, sino que esa iniciativa arrastra al Poder legislativo sin que éste muchas veces debata adecuadamente los proyectos de ley o los tratados internacionales que le son remitidos por el Poder ejecutivo. A todo ello hay que añadir el uso del decreto-ley durante los últimos años como forma asimismo de desbordar el debate parlamentario. So pretexto de situaciones políticas o económicas graves hemos aceptado la generalización de un instrumento excepcional de urgencia que evita el debate en las Cámaras y nos conduce con frecuencia a una cierta precipitación.

Si no queremos aceptar esta situación y nuestro Poder legislativo quiere recuperar su papel no sólo de cámara de debate político sino de hacedor de leyes, nuestras Cortes y los parlamentos autonómicos deben contar con los medios humanos adecuados para realizar su labor así como deben los partidos políticos tomar conciencia de este problema. O bien, debemos aceptar que la complejidad del Estado moderno es incompatible con la concepción clásica del poder legislativo teniendo razón quienes creen que sería mejor aceptar lo inevitable y virar hacia un sistema constitucional de reserva de reglamento de modo que el poder reglamentario se ejerza en unas condiciones de participación, transparencia y control judicial posterior que mejoren una situación, como la actual, en la que en ocasiones el Gobierno ha optado por la vía legislativa como forma de evitar esas condiciones de ejercicio de la potestad reglamentaria. Pues, en efecto, una de las paradojas de la situación actual la hallamos al observar que la actividad legislativa ofrece con frecuencia un debate y una transparencia de menor calidad que la que podemos observar en la tramitación del desarrollo reglamentario posterior.

B) Por otra parte, el legislador nacional se ha visto afectado por el Derecho Asistimos con frecuencia al debate en el parlamento de proyectos de ley que son pura trasposición de directivas europeas sin que en realidad dicha trasposición deje margen de apreciación al legislador nacional para optar políticamente salvo en aspectos menores impropios de su papel. Y sin embargo esa norma europea fue fruto de una decisión del legislador de la Unión del que es parte el Estado español como Estado miembro si bien en su día fue el Gobierno quien asumió la decisión de determinar la posición española en el Consejo europeo sin debate alguno previo en las Cortes generales. El Derecho europeo ha trastocado los papeles clásicos y posiblemente lo que debería debatirse hoy las Cortes y exigir el consentimiento de éstas sería esa posición española en el ECOFIN y no un proyecto de ley posterior que ya viene condicionado por el deber de trasponer el Derecho europeo como haya sido aprobado con el apoyo seguramente de la posición española decidida por el Gobierno.

C) Por último, la práctica política española y comparada asiste a la proliferación de instrumentos surgidos en el ámbito del llamado “soft law”. En ocasiones, son organizaciones internacionales, principalmente la OCDE en el caso fiscal, las que emiten recomendaciones o informes con un valor interpretativo cuando no condicionante del propio ordenamiento doméstico, sin que hallamos alterado los criterios clásicos que han regido el control político de nuestra intervención en esas organizaciones. Pero, recientemente, ese Derecho no legislado aparece también en forma de códigos de conducta o normas de compliance que sin seguir proceso legislativo o normativo alguno condicionan igualmente la aplicación del ordenamiento. A veces nos hallamos ante normas técnicas o en supuestos en los que está justificada la aparición de este derecho indicativo. Pero deberíamos ser conscientes del peligro que puede suponer el aceptar el valor normativo de códigos morales o de normas aprobadas por quien no tendría la capacidad constitucional de imponer nuevos deberes legales a los ciudadanos en un Estado de derecho.

También debemos ir pensando cómo afrontar los problemas que en el ámbito de la producción normativa surjan del uso de la inteligencia artificial que nos conducirá a una generalización de la adopción automatizada de decisiones o actos administrativos singulares cuya importancia será cada vez mayor. Llegará un momento en el que los algoritmos aprobados para instruir al sistema en la adopción de estas decisiones tendrán un verdadero carácter normativo debiendo ser tratados como tales normas y no como meras especificaciones técnicas.


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